Río Blanco (el campo, el paseo, los recuerdos).
Para los que no lo conocen, aquí va una pincelada de mi lugar feliz.
Hoy me lancé a una caminata tremendamente pacífica. No fue muy larga, debe haber durado poco más de una hora. Pero fue suficiente para sentir y vivir una paz absoluta.
Estoy en el campo, en mi lugar feliz. Los recuerdos abundan y se activan, para bien o para mal. Vuelan miles de reminiscencias de experiencias que han sucedido en este lugar. Algún día voy a escribir un libro de esto, seguramente (o más bien, me encantaría), aunque por mientras el foco está puesto en otro lado.
Pero aquí estoy. Todavía creando memorias nuevas.
Hoy me tocó salir solo, a pasear a la Pina. Los paseos aquí, para ella, son como ningún otro. Sin correa, por pampas y potreros de pasto, chépica o ballico que alcanzan a veces alturas mucho más elevadas que ella misma, y en compañía de su amiga, la Everest, una perra local que aguachamos y que persigue lo que sea que se le cruce en el camino.
Hay un cierto placer en estar obligado a salir para que caminen.
Esta vez elegí pampas nuevas, que no había visto este año. Siempre hay una cuota de riesgo en eso, pero es parte y más que parte de lo que lo hace especial. Vengo desde antes de que tenga memoria a este lugar y cada año me sigue sorprendiendo. De un año a otro nunca vas a caminar por una pampa que esté igual a la última vez que la viste.
Siempre hay sorpresas. Y esta vez me tocaron sorpresas preciosas.
La primera, el potrero lleno, repleto, de dientes de león, de esas plantas que cuando niño soplaba para la buena suerte. Había que hacer volar las esporas blancas de un soplido y la buena suerte llegaría. Pero nunca, en estos treinta años, me había tocado ver una pampa repleta. Y se veía precioso, ya te digo.
Será una pampa de buen augurio, imposible pensar en otra cosa.
Un poco más allá, después del túnel de no más de doscientos metros de bosque nativo, aparecemos en uno de los tantos predios que nos traen un recuerdo en particular: desde ahí se ve (se veía) la casa de la caperucita, o la torre de Pisa, esa bodega de madera que se mantuvo ladeada, a punto de caerse, desde que tengo memoria y hasta hace muy poco. Todos los años pasábamos pensando cuánto más iba a resistir.
Desde hace unos cuantos años que ya no está. Pero en la memoria imposible no verla.
Abajo, llegué al lugar donde pensaba devolverme. Pero el goce era absoluto y no valía nada la pena acortar el paseo. El viento, el silencio, el clima perfecto, ni caluroso ni frío, el paisaje verdoso y amarillento, el cansancio que fue desapareciendo. Todo me hacía seguir. Hasta en mi mente encontré paz.
Asique seguí, evidentemente.
Mi intuición no me falló. Pensé hace cuánto tiempo que no caminaba entre tanto silencio, entre tanto goce, en tanto presente. Y lo que me faltaba por vivir lo viví: a mi derecha, un grupo de tres o cuatro siervos. Había estado tan cerca tantas veces de verlos, pero solo había llegado a sus siluetas, o a su movimiento fugaz, sin poder percibirlos realmente, como corresponde.
Hoy los pude ver, y los pude grabar, y después de grabarlos los pude seguir viendo.
Me di cuenta que tenía una idea muy errada de ellos, no eran ni grises ni eran chicos: eran rojizos y eran gigantes. A penas nos vieron corrieron, pero corrieron mucho más allá. Todo ese rato los pude ver cómo galopaban, saltando metros de alto y metros de largo hasta llegar a su refugio, el bosque. La Pina trató de alcanzarlos en un intento juguetón, imposible.
¡Por fin! Hace tanto tiempo que tenía ganas de ver siervos. Ya creía que eran un mito.
Y ahí se aparecieron, cuatro ejemplares, con una visibilidad y dándome un espectáculo que me hace imposible no volver a recordarlos. Se me llenó el alma de una paz y una alegría aún más incontenible. Qué placer. Pensar que, además, ahora que sé donde están voy a poder volver a visitarlos, siempre pidiéndole a la fortuna que me acompañe.
Lo mejor es que aún queda paseo. Todavía me queda un buen rato de paz.
La inmensidad me acoge y continúo. Pienso que en ese rincón, el invierno pasado, había una poza de agua congelada, y recuerdo cuánto gozamos el hielo. Ahora no queda ni agua, pero aprovecho de volver a gozar el viento. La Pina se me acerca feliz, gozosa también de su persecución inofensiva.
Como a lo lejos veo chanchos, decido desviarme para prevenir cualquier agresión.
Otra sorpresa, esta vez no tan sorpresa, me espera a la vuelta de la esquina, si hay algo en esa inmensidad que se puede llamar esquina: un bebedero antiguo, de piedra con forma de tina de baño, rodeado de cardos verdes y pasto seco, que me habla de abandono, de cambios y de resistencia. De contrastes, al fin y al cabo.
Las ganas que me dieron de una sesión de fotos ahí mismo fueron gigantes.
Pienso en que si fuera músico, grabaría de todas maneras algún videoclip que involucre esa tina. Luego pienso que me equivoco, que grabaría sí o sí algún o más de algún video en el campo entero. Daría para un álbum, por lo bajo. Por no decir que para una sinfonía. Con tanto recuerdo, una canción estaría lejos de ser suficiente.
Pero no soy músico. Asique saco la foto y pienso desde ya en la sesión que haré.
Porque la voy a hacer. De vuelta del paseo, ya me conseguí colaborador: mi abuela. Le mostré la foto y quedamos en hacerla. Al fin y al cabo, estamos acá mismo. A no más de treinta minutos de la casa. En esta temporalidad siento que llevamos horas y horas de paseo. No llevamos ni treinta minutos, probablemente.
Pensar que esto es solo un día, y ni siquiera. Un fragmento ínfimo de un día.
Ya de vuelta, aproveché de saludar a un roble viejo y barbudo. Pensé en el Señor de Los Anillos: ¿Cuál es el afán de humanizar árboles si, de por sí, ya son tan sabios e imponentes? ¿No basta simplemente con acercarse a ellos para llenarnos de una sabiduría ancestral, de años y años de estar parado siempre en el mismo lugar, pase lo que pase?
Al rato me encuentro con otro roble. Hacia atrás, dejé de prestarle atención a varios.
Vuelvo a la pampa de los dientes de león y vuelvo a agradecer, a respirar hondo, a sentirme vivo. El paseo fue increíble y gozo, nuevamente, con la idea de llegar a la casa sabiendo que me encontraré, de nuevo, rodeado de paz. El roble, sabio y persistente, encuentra espacio en mi abuela. Las hectáreas de recuerdo y aprendizaje rebotan, imprescindibles, entre el resto de la familia.
El placer de pensar que me queda un mes más acá es infinito.
Grande subcao Lukita!
A mí me pareció que describes una tarde (no sé porqué se me hace que esto ocurre en la tarde) de epifanía, como hace mucho, mucho tiempo que no tengo.
Y qué mejor lugar para tener una que Río Blanco, el paradigma del campo, lugar en el que varios (inc cluyendo a la Julia) coincidimos calificándolo como uno de nuestros lugares preferidos en esta tierra 🌎.
Me transporte a casa con los dientes de león. Las pelusitas volando por el aire, el amarillo profundo de la flor. Todas las veces que la arranque del suelo sin saber que era una planta medicinalmente tan importante!